A mediados del siglo pasado, Vladímir Nabókov dio a sus alumnos de la Universidad de Cornell un consejo para leer los libros previstos en el plan de estudios de uno de los cursos que impartía. Según les comentó, lo único que necesitaban para entender y apreciar las grandes novelas de la literatura europea, aparte de un diccionario de bolsillo y buena memoria, era su propia espina dorsal. La explicación era sencilla. La lectura de los autores seleccionados –Tolstói, Gogol, Proust, Joyce, Austen, Kafka, Flaubert o Stevenson– les iba a provocar un cosquilleo que recorrería su espalda y no hacía falta nada más para detectar el valor de lo que tenían entre las manos. Sencillamente, debían atender a la emoción que les embargaba. Recuerdo con frecuencia esta anécdota cuando alguien me pregunta por qué o para qué leer. Cuando alguien reclama una razón que justifique estar durante un tiempo prolongado, en silencio, quieto y sin ningún estímulo, más allá de unas letras negras sobre un fondo blanco. Recuerdo con frecuencia esta anécdota porque en ella se encuentra uno de los pilares de toda gran lectura: la emoción. Desde los mitos, las fábulas y las epopeyas hasta la novela moderna, resulta difícil imaginarse un mundo en el que nuestros antepasados no compartieran relatos sobre viajes y persecuciones, luchas y triunfos, sobre experiencias de honor y tristeza y esperanza. Contamos historias porque somos humanos, pero también somos más humanos porque contamos historias. Porque necesitamos poner nombres y dedicar palabras a lo que nos acontece para darle sentido. Aparte de deleitar y provocar, de consolar y entretener, los relatos tenían una última razón de ser: la de construir dinastías de significado. Y es por esto que leemos. Para entender de dónde venimos y qué suponemos los unos para los otros. El cosquilleo que describe Nabókov no es solo el cosquilleo de una emoción superficial, meramente física. Es el cosquilleo de saberse reconocido, de saberse acompañado. Es la experiencia de un encuentro. Con otros, con nosotros mismos. De reparar en que nuestro dolor y nuestra angustia no nos pertenecen, que nuestra felicidad y alegría no nos son exclusivas, sino que nos vinculan con quienes alguna vez habitaron esta tierra. La lectura consigue el prodigio de despojarnos de nuestra soledad a la vez que convencernos de que no somos los primeros. Como escribió Stefan Zweig, «desde que existe el libro nadie está ya completamente solo sin otra perspectiva que la que le ofrece su propio punto de vista, pues tiene al alcance de su mano el presente y el pasado, el pensar y el sentir de toda la humanidad». ¿Quieres saber lo que es vengar la muerte de un amigo? Coge la lanza junto a Aquiles y enfréntate a Héctor. ¿Quieres emprender la aventura de regresar a casa? Embárcate con Ulises e inicia el camino de vuelta a Ítaca. ¿Quieres sentir lo que conlleva una obsesión? Sube al Pequod y persigue con el capitán Ahab a la ballena blanca. ¿Quieres saber lo que son las almas gemelas? Vive en tu propia carne la tensión trágica que une a Catherine y Heathcliff. ¿Conocer la desesperanza? Camina junto a Anna Karénina por las vías del tren. ¿Habitar la amistad? Reúnete con Harry, Ron y Hermione en las inmediaciones de Hogwarts. ¿Quieres entender qué es la justicia? ¿Experimentar la lealtad? Atticus Finch, y Athos, Porthos y Aramis te mostrarán el camino. Leemos grandes historias porque son la puerta de entrada a la verdad. De quiénes hemos sido, pero también de quiénes queremos ser. Enmascaradas en una mentira y cubiertas por el velo de la ficción, son portadoras de una verdad que ayuda a tomar decisiones. A fundamentar opiniones. A desestabilizar creencias y abrir las puertas de la libertad, porque solo al leer, da igual dónde, da igual cuándo, da igual en qué condiciones, habitamos la independencia de nuestra propia mente. No sé si peores, pero sin lugar a dudas seríamos más pobres sin los buenos libros que hemos leído y que forman parte de nuestra biografía humana. Más conformistas y perezosos, más sumisos, menos idealistas. Estaríamos vacíos de inquietudes y anhelos, despojados de ese motor que activa cualquier avance y que se fundamenta en el espíritu crítico. Como dijo Mario Vargas Llosa en su discurso al recibir el Nobel de Literatura, leer es protestar contra las insuficiencias de la vida. Y lo es por una razón: porque nos permite vivir de otra manera, en otro lugar, en otro momento. Nos muestra alternativas y nos posibilita existir de distintas formas, aunque sea por unas horas. Leer nos permite elegir y leer nos permite sentir. La euforia de estar de fiesta con Gatsby en West Egg. La desolación de ver cómo Europa se desmorona en ‘El mundo de ayer’. La esperanza del amor que vence a los defectos de carácter de Elisabeth Bennet y Emma Woodhouse. El entusiasmo de pasear a Belmonte a hombros por las calles de Sevilla. El desamparo de ser prisionero con Edmond Dantès en el castillo de If. La melancolía de abandonar nuestro origen con Daniel el Mochuelo. El miedo de vivir la batalla de Stalingrado junto a la familia Sháposhnikov o el optimismo de intercambiar cartas sobre primeras ediciones con el librero de ’84, Charing Cross Road’. Podemos sentir la perplejidad de hasta dónde llega la locura de los sueños e ideales con Don Quijote y el tedio ante la realidad con Madame Bovary y el coraje y la astucia que requiere sobrevivir a unas condiciones pésimas con Oliver Twist y Jack Dawkins. La lectura es un puente que se tiende entre nosotros y nuestras emociones, entre nosotros y nuestros antepasados, pero también entre nosotros y nuestros coetáneos, porque dentro de las diferencias y particularidades que caracterizan a cada cultura, la literatura nos hermana. La angustia o el asombro, el temor o el deseo que experimentamos al leer ‘Los hermanos Karamázov’ o ‘Siddhartha’ o ‘Rayuela’ se percibe con la misma intensidad en Berlín que en Los Ángeles o Nueva Delhi o Buenos Aires. Cada libro es una expedición y cada lectura, un camino del que sabemos donde comienza, pero casi nunca dónde ni cuándo llegará a su fin. Si al cerrar el libro, si pasadas varias décadas. Tampoco sabemos cómo lo acabaremos nosotros. Por eso leer requiere de una predisposición particular, de hacerlo con las ganas de quien funda un mundo. Con ese ímpetu, con esa pasión conquistadora. Porque leer es una forma de vivir que pone al alcance de nuestra imaginación el universo entero, el universo de la literatura y también el universo de las emociones, de lo visible y palpable, pero también de aquello que hasta ese instante no había sido nombrado. El cosquilleo que describe Nabókov es la manifestación de un impulso primitivo, de un deseo elemental: es el anhelo de vida. Y es por esto que leemos. Porque los grandes libros nos dan ganas de vivir.
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Author : (abc)
Publish date : 2025-02-07 18:33:51
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